jueves, 18 de agosto de 2011

Doña Raquel



En los dos años largos de existencia de este blog, es la tercera vez que se cruza la fecha del 18 de agosto, aniversario de aquella trágica explosión que destruyó parte de la ciudad de Cádiz allá por 1947.


El posterior paisaje de desolación que quedó durante muchos años en los extramuros de la ciudad fue el escenario donde se desarrolló la niñez de los críos que vivíamos en esa zona, con recuerdos imposibles de olvidar.

Ya en el anterior aniversario escribí aquí mis vivencias infantiles por aquellos parajes destruidos.

Hoy, en memoria de aquella tragedia que no puede caer en el olvido, voy a recordar la historia de Doña Raquel, una enlutada viejita que vivió arriba de mi casa, en el 3º izda.


Doña Raquel Morejón era una señora educada y de buena clase social madrileña. Había estado felizmente casada con Don Antonio Gálvez, maestro destinado en el colegio de San Severiano, barrio donde vivían hasta la fatídica noche de la explosión.

Tiempo después de aquel suceso, destruida su casa, desaparecidas todas sus pertenencias, enlutada y llorosa, vino a vivir a nuestra vecindad, no muy distante, donde permaneció el resto de su vida.

Contó tantas veces y con tanto detalle su tremenda experiencia que desbordó mi sensibilidad infantil y siempre la recordaré.

Según ella, en aquella cálida noche de verano, el matrimonio paseaba cogido del brazo por el puente de San Severiano cuando el estallido de la explosión, ocurrida a escasa distancia, hizo que un hierro pasara como una ráfaga rozando la cabeza de su marido y llevándose la mitad de ésta por delante.

En la oscuridad y confusión que sobrevino, Doña Raquel notó cómo su marido se desplomaba al suelo y al ir a sujetarlo le tocó los sesos y su mano se impregnó de masa cerebral.

Sus llantos y gritos de ayuda no tuvieron consuelo en medio del gran caos que se produjo. En la oscuridad de la noche la gente pasaba por su lado como loca, también llorando, sangrando y gritando sus propias desgracias, y nadie le hizo caso.

Permaneció toda la noche arrodillada en el suelo y abrazada a su esposo.

Al amanecer, un camión paró delante de ellos y -según contaba- alguien dijo: -"Aquí hay otro". Se lo arrancaron de sus brazos y lo tiraron al camión amontonándolo con los demás cadáveres que iban recogiendo.

Aquí Doña Raquel rompía a llorar amargamente junto a todos los que imáginábamos la tremenda escena.

Nos contó, además, que cuando fue al cementerio a reconocer a su marido en las largas hileras de cadáveres, encontró que le habían cortado el dedo donde llevaba el anillo de casado.


Pasaron los años.

Doña Raquel, aquella enlutada viejita de mis recuerdos, logró llenar el vacío de su soledad con el cariño mutuo de todos los gatos del entorno.

Madrugaba para ir hasta el mercado de "El Piojito" donde recogía despojos de pescado.

A la vuelta, cuando a lo lejos no era más que una manchita negra que asomaba por el comienzo de la calle Acacias, gatos de todos los lugares del camino, que esperaban ansiosos ese momento, la reconocían y salían a toda velocidad a su encuentro. La rodeaban y ella con todo cariño les iba repartiendo los despojos.

Era precioso verla avanzar acompañada de tantos gatos, para los que tenía lindas palabras. Ellos se habían convertido en su única ilusión en medio de tanta pena.


La desgraciada historia de Doña Raquel es una de las muchas tragedias que sucedieron en aquel fatídico 18 de agosto en Cádiz, que no se pueden ni deben olvidar.

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