viernes, 23 de abril de 2010

Aquellos tranvías...

Debido a las reformas urbanísticas que se están realizando o proyectando en la ciudad de Cádiz, preparándola para los eventos que se desarrollarán en 2012 con motivo del Bicentenario de la 1ª Constitución democrática, firmada en Cádiz, han surgido diversas plataformas reivindicativas de ciudadanos que desean anular o modificar dichos proyectos.


En otra entrada del Blog ya escribí sobre el tema de la playa de La Caleta, también en plataforma, y hoy me motiva el tema del futuro tranvía. (Este virtual que se ve en la foto)





"+Tranvía en Cádiz" quiere que el tranvía que llegue por el nuevo puente, circunvale todo el casco antiguo de la ciudad. De esta forma reduciría el uso del automóvil privado y descongestionaría el tráfico.

Dada la configuración urbanística de esta pequeña ciudad y la estrechez de sus avenidas serán los expertos, junto a los políticos, los que digan la última palabra.


Yo, que acumulo algunos años, parece que aún estoy viendo arrancar de las calles los últimos restos que quedaban de las vías de los antiguos tranvías que circulaban por Cádiz.

Al vivir en extramuros, de niña los tranvías y luego los trolebuses, fueron transportes que utilicé.

Del tranvía, recuerdo las largas esperas en las paradas de la avenida viéndolo venir a lo lejos y la desilusión posterior que producía al descubrir, cuando se iba acercando, que traía echado el "Completo", un cartel metálico con letras troqueladas que colgaba en el cristal delantero y que le hacía pasar de largo por la parada sin compasión ni miramientos.

Recuerdo también, cuando por suerte lo cogíamos, los agobios y calores que se pasaban dentro, apretujadísimos, donde siempre había algún personaje que se aprovechaba de la situación. Y entonces estaban los que gritaban:"¡Echa ya el Completo, tío!"
Y, sobre todo, lo que más recuerdo es la sensación de miedo que yo siempre hacía por superar colocándome al lado del conductor cuando entrábamos por la calle Plocia. Por allí, camino de San Juan de Dios, el tranvía pasaba rozando casi literalmente las fachadas, especialmente por las esquinas que sobresalían en la acera (Gloria, Suárez de Salazar, Amaya), donde era imposible evitar la sensación de inminente choque frontal. Me agarraba a la barra y el instinto me hacía cerrar los ojos fuertemente hasta pasar esas esquinas sobresalientes. Pero, masoquísticamente, en sucesivos viajes repetía lugar de posición intentando probar a mantener los ojos abiertos y superar el miedo que producía.
De los veraniegos tranvías-jardineras, esos sin paredes laterales, tengo menos recuerdos. Posiblemente mis padres no nos subían por el peligro que implicaban, pero tengo en la mente la imagen de esas jardineras atestadas, con los laterales rebosando de gente camino del Balneario.

Cuando llegaron a Cádiz los trolebuses de dos pisos causaron gran admiración por el aspecto de modernidad que daban a la ciudad.

Había uno que salía del barrio de San Severiano y tras cruzar el puente, paraba a la mitad de la calle Ciudad de Santander. Ahí lo tomaba yo cuando iba mal de hora, en la jornada de tarde. Me subía al piso de arriba con otras niñas compañeras del Instituto Columela de la calle San Francisco, donde desde los escasos diez años cursábamos Bachiller.

Generalmente desde mi barrio íbamos y veníamos andando. Mi madre, a no ser que lloviera, nos daba a mis hermanos y a mi sólo para uno de los dos viajes, (60 céntimos de peseta) y procurábamos ahorrarlos haciendo la caminata.

Pero mis amigas descubrieron cómo podíamos engañar al cobrador y cada día lograr que una de nosotras no pagara.
Como a esa hora había poca afluencia de público, sólo nuestro grupito de cinco o seis niñas subía al piso de arriba, colocándonos en los asientos delanteros. El fraude consistía en que una se metía bajo los asientos de atrás que quedaban tras la mampara de la escalerilla. El cobrador, que iba asiento por asiento haciendo su trabajo, cuando acababa en el piso bajo subía y se dirigía tan sólo a las de delante ya que detrás no se veía a nadie.
Pusimos un orden y cada día se iba logrando el objetivo, pero mi timidez y mi miedo a ser descubierta me hacían pasarle el turno a otra cuando a mi me tocaba.
Al fin un día me decidí y, aunque también el objetivo fue conseguido, no me olvido del latir acelerado de mi corazón, de la angustia y del miedo a ser descubierta que pasé allí rebujadita bajo el asiento.
Salí decidida a no hacerlo nunca más.
Después de tantos días que estuve pagando billete pudiendo haberme ido andando, casi me jugué la vida por los 60 céntimos de ese día: una monedita de dos reales y una perra gorda.
Estas son las anécdotas que más recuerdo de mis viajes en los antiguos tranvías y trolebuses de Cádiz.
P.D. Esas moneditas de dos reales (50 céntimos de peseta) tenían un orificio central muy apropiado para irlas introduciendo en un cordón. Recuerdo que -sobre los 12 años- cuando logré tener una buena colección de ellas me presenté en la tienda "Melchor" de la calle Corneta y puse en el mostrador esa especie de collar con veinticuatro monedas engarzadas. Eran las 12 pesetas que valía un pequeño muñeco de pasta que abría y cerraba los ojos, muy deseado por mi desde hacía tiempo. Comprendía que era ya algo mayor para tal juguete, pero era el momento en que tras años de ahorros había logrado reunir el precio de tan ansiado deseo.

2 comentarios:

  1. Neli, me encantan tus entradas, siempre me haces emocionar con tus vivencias, no me cansare de decir que tu blog es estupendo

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  2. Mª Jesús: Muchas gracias por tu comentario.
    A medida que se es mayor, se recuerdan más cosas de la niñez, especialmente cuando la vida y las costumbres han cambiado tanto en pocos años.
    Tú si que estás imparable con tu Blog.Enhorabuena por él.

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