lunes, 17 de agosto de 2009

Una fecha inolvidable

Llegando el 18 de Agosto de cada año, en Cádiz se recuerda y se rinde homenaje a las víctimas de la explosión que ocurrió en la ciudad en aquella fatídica noche de 1947 en que varios centenares de minas que estaban almacenadas en una base militar en plena ciudad explosionaron, sembrando de destrucción, dolor y muerte el gran espacio que abarcó la onda expansiva.

Mi familia y yo -que apenas rozaba los cuatro años- vivíamos muy cerca del lugar de la catástrofe y fue tan fuerte el impacto y la impresión vivida aquella noche, que a pesar de tener tan poquísima edad recuerdo con nitidez todo lo acontecido.

Eran las diez menos cuarto de la noche de aquel 18 de agosto. Mi padre había ido al cine de verano. Los cinco hermanos estábamos sentados en la mesa del comedor junto a mi madre. En el preciso momento en que yo pinchaba patatas con mi pequeño tenedor, las luces se apagaron al mismo tiempo que un terrible estruendo que casi estalla nuestras cabezas y oídos, hizo temblar todo a nuestro alrededor mientras se sucedían los ruidos ocasionados por el derrumbe de paredes, cristales, ventanas sacadas de cuajo, destrozo de mobiliario... Instintivamente, recuerdo que me protegí la cabeza con las manos, pero antes de quedar todo sumido en la más profunda oscuridad me dio tiempo a ver caer del techo la lámpara sobre la mesa donde comíamos, a la vez que la ventana que tenía en frente de mí se abría estrepitosamente de par en par. Por ella empezó a entrar un polvillo rojizo y espeso que se extendió por todas partes y comenzó a hacer difícil la respiración. Todo era terrible y confuso en medio de la oscuridad. Inmediatamente empezaron a llegar los gritos de la calle.
Asustados y llorando nos agarramos a mi madre, que a tientas pudo comprobar que, milagrosamente, todos estábamos bien. Nos dirigimos a la salida. Los tabiques que formaban el pasillo habían caido y sin ver nada fuimos saltando por los escombros. La puerta de la casa también había desaparecido. En esa misma oscuridad, muy agarrados, fuimos bajando los escalones de los dos pisos que nos separaban de la calle, pisando toda clase de objetos rotos.

La calle...parece que la estoy viendo. Cientos de personas, la mayoría ensangrentadas, unas sujetando a otras, corrían desconcertadas gritando, pidiendo ayuda, llorando, llamando y buscando a sus familiares. Todo estaba oscuro a ras del suelo, pero el cielo se había puesto rojo. Había fuego en algunos lugares y lo que más me impresionaba eran unos hierros ardiendo que pasaban volando. Yo estaba aterrada. Mi madre me llevaba en brazos por mi poca edad y porque había perdido una zapatilla. Quiso quitarme de la mano el tenedor que empuñaba pero fué imposible.
Decían que los astilleros estaban ardiendo, que el barrio de San Severiano había quedado destruido, que un polvorín de Defensas Submarinas había explotado y que podía haber otra explosión. Estábamos muy cerca de todos esos lugares.
Para alejarnos de allí nos dirigimos a la Avenida y nos paramos en la esquina porque necesitábamos encontrar a mi padre que tendría que pasar por ese lugar.
Jamás podré olvidar las escenas que vi aquella noche: el llanto de tanta gente, los gemidos de dolor de los heridos, los cuerpos inmóviles por el suelo, los que en la oscuridad buscaban a sus seres queridos gritando sus nombres... Por la Avenida pasaban ambulancias y coches recogiendo heridos. Por altavoces solicitaban hombres para acudir a la Casa Cuna y también voluntarios para donar sangre en los hospitales.
Me fijé que entre la gente que corría algunos iban en pijama y ropa interior.

Mi padre nos encontró al fin. Le había cogido la explosión en el cine de verano y nos contó los horrores de como, por querer salir todos a la vez, se pisoteaban y pasaban unos por encima de otros. Decía que allí podían haber quedado algunos muertos por aplastamiento.
Se confirmaba ya donde había sido la explosión, pero se decía que si no se controlaba el fuego que avanzaba hacia otros polvorines, era inminente una segunda explosión.


Había que alejarse de allí rápidamente. "¡A la playa!", decían por todos sitios. La gente corría y nosotros también.
Dejando atrás tantos heridos sangrando y tantas escenas de dolor, llegamos a la playa de Santa María del Mar. Bajamos por aquellos dificultosos acantilados y nos situamos en la arena. Desde allí veíamos ardiendo el edificio de la Central eléctrica.
La noche estaba calurosa y el cielo seguía rojo. Cuando el faro lanzaba sus rayos de luz barriendo la playa, impresionaba ver tanta gente sentada en la arena llorando y rezando. Y por encima de todo se oían la voces de los que con desesperación llamaban a sus familiares perdidos.

Pronto empezaron a decir que teníamos que alejarnos más e irnos a la playa grande, al Balneario. Así que emprendimos de nuevo la carrera por aquellos acantilados, para seguir por detrás de la plaza de toros y del cementerio. Recuerdo aquel camino de noche con tanta gente por la playa. Desde la arena veíamos el ir y venir por el paseo marítimo de coches y ambulancias con las sirenas a todo sonar transportando a los que habían tenido peor suerte que nosotros.

Llegamos a la altura del Hotel Playa donde había muchísima gente sentada en la arena. Las garitas de mimbre que entonces se usaban estaban todas ocupadas. En una de ellas, a modo de confesionario, había un sacerdote confesando y gente en cola esperando para recibir la penitencia. Otros grupos sentados en la arena rezaban el rosario.
A mi madre le dejaron una garita y se sentó conmigo en brazos. Mi padre fue con mi hermana al botiquín a que le curaran unas heridas que se hizo al salir de casa. Vinieron diciendo que le habían tenido que aplicar coñac porque no quedaba alcohol. También habían oído que con las sábanas del Hotel Playa estaban haciendo vendas porque en los hospitales se estaba agotando todo.

Ya corría la tranquilizante noticia de que no sucedería la segunda explosión tan temida. Fue un hondo respiro entre tanta tensión y tanto miedo acumulados. Allá a mitad de la madrugada, abrazada al regazo de mi madre y oyendo de fondo los rezos del rosario, me fui quedando dormida. Durante mi sueño pudieron, al fin, abrirme la mano y quitarme el tenedor que empuñaba.

Cuando el cielo empezaba a clarear, el murmullo de la gente me despertó. Recuerdo la luz de aquel amanecer. Era una luz maravillosa después de tanta oscuridad.
Nos pusimos en camino de vuelta a casa junto a otros vecinos y conocidos. Yo iba en brazos y a cada cierto tiempo me pasaban de unos a otros. Recuerdo el paso por el barrio de San José contemplando los destrozos sufridos en las viviendas, pero lo que más me impresionó del trayecto, aunque quisieron evitármelo acurrucándome la cabeza, fué ver a lo lejos la puerta del cementerio y oir los comentarios y sollozos. La gente rodeaba un camión que estaba descargando cadáveres y desde la distancia oíamos sus llantos y gritos de dolor. Esa escena será difícil de olvidar.

Al fin llegamos frente a nuestra casa. El edificio se mantenía en pie entre tanta destrucción y desolación en la zona. Desde allí hasta el lugar donde explotaron los polvorines, todo estaba medio arrasado, sólo se mantenían erguidas entre escombros algunas paredes, algunos trozos de casas. La iglesia de San Severiano, que entonces estaba en construcción, la Casa Cuna, los chalés cercanos, el barrio entero de San Severiano... sólo trozos de sus construcciones quedaban en pie.
Entre los amasijos de escombros que se amontonaban en la calle ante la puerta de casa, descubrimos restos de nuestros muebles hechos añicos.

Mi familia y yo habíamos salvado la vida en esa noche trágica, pero a la vista estaba el panorama de todo lo que nos quedaba por superar.





4 comentarios:

  1. Este resumen de un relato mucho más detallado que yo tenía escrito con anterioridad, fue publicado en el "Diario de Cádiz" el 18 de agosto del 2007, dentro de un reportaje de varias páginas titulado "Los niños de la Explosión".

    ResponderEliminar
  2. Neli acabo de leer tu comentario sobre la esploción yo siempre he hoido ablar de la esploción pero nunca he leido nada sobre eso, todo el tiempo he hestado con un nudo en la garganta. saludos Joaquina

    ResponderEliminar
  3. Neli, me has dejado sin comentario, los pelos se me han puesto de punta, con la explicación tan detallada de ese fatídico día, de lo ocurrido de este suceso mi madre contó algo, lo que más me acuerdo que dijo, fue lo del cielo rojo.
    Neli me encantan tus entradas del blog, me hace ir al momento y al lugar de tus historias.

    ResponderEliminar
  4. Gracias,Joaquina y Mª Jesús. Yo también visito vuestros Blogs y me gusta leer todo lo que contais, una de las plantas y otra de Cádiz.
    En cuanto a mis historias... es que cuando se van acumulando años, hay muchos recuerdos y vivencias que contar a los que vienen detrás para que conozcan de primera mano como eran las cosas hace no tanto tiempo.

    ResponderEliminar